No recuerdo todavía en que momento llegó, tampoco conozco el motivo por el que se sentó a mi lado, tan solo sé que, desde el instante en que noté su presencia, hubo algo que me turbó, su indiferencia.
Me encontraba sentado en un banco de un parque céntrico de la ciudad, a salvo del sol y de los ríos de turistas que recorren las calles en busca de fotos, souvenirs y curiosidades que contar a sus amistades a la vuelta del viaje. Mientras, aprovechaba para continuar leyendo una novela que me ocupaba en ese momento.
Se sentó a mi lado cuando yo me encontraba inmerso en un laberinto de personajes, investigaciones y olor a colilla apagada media hora antes. En un inicio, no me percaté de su llegada, pero sentí algo extraño, una compañía que no pretendía ser tal, sino que invadió mi espacio cubriendo al banco, y a mí mismo, de una tremenda ausencia que inconscientemente se apoderaba de ambos.
La observé de reojo, tal y como un cobarde trata de enfrentarse ante un posible problema; me sentí incómodo debido a la inadvertencia que le provocó mi presencia, intenté dar señas que pudieran captar su atención, pero solamente obtuve como respuesta un silencio que me otorgaba una sensación de transparencia ante mi inesperada compañera.
Todas estas sensaciones me turbaron, descuidé mi lectura para convertirme en un ser diminuto a la sombra de un gigante inexpresivo al que todavía no había podido poner rostro; únicamente pretendía recuperar una porción de dignidad enmascarada en un simple: hola o buenas tardes; esos simples formalismos me liberarían de una jaula opaca que ahogaba y ocultaba la vida que se encontraba en el interior, una vida, la mía, que reclamaba salir a la luz de los seres corrientes y abandonar esa jaula improvisada de soledad e indiferencia.
De esta manera, desolado por mi transparente frustración, decidí abordar la situación por métodos más "agresivos", como un malogrado ataque de tos repentina o el ofrecimiento de un pitillo a modo de reconciliación, dando muestras de mi urbanidad, aunque en realidad sabía que esa acción sería como ofrecerle mi parte de venganza, sus diez minutos menos de vida a costa de su mala educación.
A pesar de mis esfuerzos, el silencio dotó al encuentro de un aire hostil, así que decidí entrar en acción, movido por el sentimiento de orgullo de todos aquellos perdedores que no aprendieron a reconocer sus derrotas previamente consabidas; me dispuse a iniciar una conversación, o al menos intentarlo, si no conseguía captar su atención y no obtenía la dignidad que me había arrebatado sin querer, me retiraría pero lucharía hasta el final para conseguir mi objetivo. Tuve la sensación que tiene todo aquel que espera su momento en la vida, como el olvidado que vuelve a por su minuto de gloria después del fracaso; así que tragué saliva y mi dirigí a ella: Hola...perdona... ¿puedo hacerte una pregunta?...que calor hace hoy ¿verdad?... ¿verdad?
Fracasé de nuevo, aunque lo intenté dando muestras de mi mejor sonrisa y mi amabilidad (que ya creía olvidadas), por lo que volví a caer en el fondo del pozo de la humillación, donde la insatisfacción y la desolación se mezclan con un barro húmedo que, poco a poco, iría cubriéndome de pies a alma, ahogando mis esfuerzos por convertirme en el prototipo de ser social que tanto promocionan los programas de televisión, los anuncios de dentífricos y de zumos de fruta.
Así que encontré en aquella chica sin rostro a mi propia soledad y confusión respecto a la demás gente, la voz acallada involuntariamente del ignorado.Confundido y embriagado por el destierro silencioso al que me veía forzado en aquel lugar público, decidí llegar al fondo de la cuestión,averiguar cual era la razón para tal falta de condescendencia y rechazo. Finalemnte, me puse en pie, en un gesto heroico, digno de gesta, me situé frente aquella muchacha, que encarnaba el papel opresor de un jefe tirano, y le dí una palmada, suave pero firme, en el hombro de la cual ya no podría evadirse de ninguna manera; la chica alzó la cabeza a la vez que se quitaba unos auriculares de los oídos y me dijo con una mezcla de miedo y desprecio:
-¿Que quiere?
-¡Mi vida!
Inmediatamente escupí hacia el suelo, comprobando en su rostro una expresión a caballo entre la estupefacción y la sorna; aquel gesto me devolvió al mundo alejado de héroes en el que vivimos y pude comprobar que parte de mi esputo me había salpicado, por lo que, avergonzado, deshice mi torpe valentía y comprendí que mi osadía, mi momento glorioso y de protesta por esa incomprensión se convirtió en un simple resto de saliva en el pantalón. La muchacha y el resto de los comunes me habían devuelto mi propia jugada, sin posibilidad de buscar más alivio que el de otro banco alejado en el que no tuviera que enfrentarme con otra cosa que mi libro y mis ganas de tranquilidad.