viernes, 22 de abril de 2011

Salías del mismo lugar de siempre cuando te vi, tenías la muerte pisándote los talones, como una extraña aliada que te sumergía cada vez más en su gélido abrazo de cuenta atrás esperada. Seguías el mismo camino que antes, de la taberna(que marcaba tu ocaso) a casa.

Esta vez todo era distinto, tus pasos eran lentos y calculados, tu mirada parecía exhausta, andabas luchando por cada bocanada de aire que te llevara a la cama, tal y como antes guerreabas por no desperdiciar ninguna calada. Incluso habías cambiado tu soledad por esa fría sombra que desde hace dos inviernos te acechaba; pero ahora ya no había nada que pudiera enmascararla, ni la ebriedad de tus mejillas, ni tu nuevo aspecto aseado, preparado para recibir a tu triste compañera.

Eras testigo del cercano desenlace, asistías con cada golpe de vaso a tu propio crimen, desde ese lugar privilegiado de la barra, que convertiste en tu exclusivo calvario. Tal vez paliabas con el humo el desangelado aire de tu cuarto y llenabas con el ruido de fondo del bar el espeso silencio que reinaba en cada rincón de tu piso.

La otra tarde te vi, volvías a casa como siempre, nuestras miradas se cruzaron un instante y te adentraste en la oscura soledad de tu zaguán, la antesala de tu sospechado porvenir.




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